Alguna vez me gustó la Navidad, alguna vez me ilusionó y me llenó de felicidad, alguna vez las mañanas de 25 de diciembre fueron sorprendentes y mágicas y flamboyantes,alguna vez abrir regalos y darlos con una sonrisa fue especial, alguna vez me enloqueció la idea de recibir regalos el 25 de diciembre (Navidad) y luego el 6 de enero (día de Reyes, yeah). ¿Pero cuándo, cómo, a dónde se fue el espíritu navideño? Supongo que habrá temas que tenga que abordar con mi shrink, (como aquella tipa de Gremlins a la que, cuando le preguntan por qué odia la Navidad, cuenta la anécdota de que, de niña, se quedó esperando a que su papá llegara, pero nunca lo hizo. Lo que pasó, y esto es creepy incluso para Gremlins, fue que el tipo se disfrazó de Santa Clos y se quiso meter por la chimenea para dar el sorpresón, cuando la única sorpresa que dio fue que se atoró y se asfixió y encontraron el cadáver maloliente varios días después
bueh, yo no tengo historias de esas. Por suerte).
Pero no es eso, no, no puede ser sólo eso: la Navidad apesta por el tráfico insoportable, porque para llegar a un lugar al que normalmente manejarías 15 minutos, en esta época te lleva una hora; por las colas en los supermercados (me refiero a las filas), las tiendas departamentales y el estrés de la gente, cuyo espíritu navideño sale a relucir cuando te avientan el auto y se pelean a golpes en los Juguetiramas; por el desenfrenado consumismo (y miren que no soy precisamente un pensador de izquierda) que provoca el caos de las deudas impagables en enero, la saturación de tarjetas de crédito y que los aguinaldos duren diecisiete segundos.
Odio los intercambios de regalos, sobre todo los de la escuela, cuando tienes que poner tu cara de idiota y darle algo a alguien que en realidad ni conoces bien y probablemente te caiga mal. Odio los nacimientos y poner el arbolito. Y odio quitarlos. Odio ver los camiones de la basura cargados con árboles muertos en enero, y no por nostálgico, sino porque me parece basura que podría evitarse.
Odio que todo mundo se ponga sentimental y crean que, sólo porque es una celebración especial (sean o no religiosos, en verdad eso no importa, he visto a gente muy atea perdiendo el estilo en estas fechas) tienen derecho a decirte las netas, a soltarte inesperadamente algo que aguantaron en silencio todo el año o simplemente evocar aquella hipocresía milenaria y proporcionarte un abrazo que se olvidará el 26 de diciembre o, si bien nos va, el 6 de enero.
Odio envolver por mí mismo los regalos. Y odio hacer fila para que te los envuelvan. Odio las promociones, el spam físico y electrónico, el disco en el que las Pandora cantan villancicos y la ensalada de manzana que invariablemente prepara la Sra. Z. para la cena. Odio (no: detesto) el fruitcake. Odio que se envíen tarjetas sentimentales y odio ponerme sentimental y terminar enviando postcards electrónicas a mis compañeros de trabajo. Odio la reflexión forzada que todo mundo hace del año que acaba de pasar y del que viene. Alucino el pavo y la pierna de cerdo (aunque sigo amando el caldo de camarón y el bacalao, tengo que decirlo), y no soporto los romeros.
Odio tener un brindis o una fiestecita o reunioncita importante en esos días, compromisos ineludibles, sean personales o de trabajo. Odio que las posadas sean un pretexto para embarrarse a 180 km/h en el periférico y matar gente inocente de paso. Odio que siempre digo este año no le voy a regalar nada a nadie y siempre termino comprando cosas de último momento.
Odio que la gente saque sus abrigos largos, como si estuviéramos en Nueva York, Berlín o Londres, donde en verdad sí hace frío. Odio que las piñatas ya no se rompan como las de antes (ahora los niños pasan hasta dos y tres veces a darles de palos, y prácticamente tienen que serrucharlas para que salgan los dulces). Y si de algo estoy seguro es que la colación es la peor basura que ha surgido de toda esa pila de malas ideas que es la Navidad.